jueves, 2 de enero de 2014

Los Apócrifos

Apócrifos Neotestamentarios

Etimológicamente “Apócrifos” significa cosa escondida u oculta, y de cómo el libro “Apócrifo” era solo para uso privado de los componentes de las sectas. Por eso, antes de ese tipo de libro “ apócrifo” mesiánico, ya eran “apócrifos” todos aquellos libros que cumplían la misión de ser lectura de los iniciados. Es años más tarde cuando la palabra “apócrifo” cambia de signo y pasa a significar escrito sospechoso de autenticidad, o bien de autenticidad dudosa.

Dentro del cristianismo el significado de “apócrifo” tomó además nueva acepción,  libro sospechoso de herejía o bien, poco recomendable. Los “Apócrifos”, independientemente de los paganos, se sobreentiende que hacen referencia a los del Antiguo o Nuevo Testamento.

Los “Apócrifos Neotestamentarios” son aquellos que atañen al Nuevo Testamento. Parece ser por lo que ya cuenta Lucas que desde el principio ya hubo quién se dedicó a recoger noticias, leyendas y toda clase de narraciones que se atribuyeron a Cristo. Orígenes ya hacia diferencias entre los “Evangelios” inspirados y otros, compuestos sin inspiración divina.

Los apócrifos del “Nuevo Testamento” tienen la misma división que los canónicos: “Evangelios”, “Hechos”, “Epístolas” y “Apocalipsis”. Es el grupo primero el que tiene mayor número de “apócrifos”.

Lo lamentable es que los apócrifos más antiguos, aquellos que eran verdaderamente interesantes y que más comprometían el “mesianismo” de Jesús, han desaparecido, y lo que nos queda son una serie de reelaboraciones que han ido eliminado lo inconveniente heterodoxo, para acercarlos más al sentido ortodoxo de la Iglesia. Estas copias ya adulteradas se conservan casi todas en griego aunque hay también copias coptas, siriacas, armenias, etíopes, árabes y eslavas.

El fenómeno de esta literatura evangélica tiene su primordial sustento en el pueblo llano y simple. Es natural que ese pueblo quisiera recopilar los hechos, y las historias que faltaban en los canónicos.

En los principios del cristianismo no existía una literatura evangélica. Eran solamente relaciones orales en cierto modo confusas y más bien vagas y contradictorias. Después, aparecieron escritos en que se afirmaban opiniones de sectas teológicas, cada una de las cuales procuraba defender su doctrina apoyándose en la autoridad de la figura de Cristo y perjudicando a los restantes. Naturalmente si queremos encontrar la sabia evangélica, no la haremos precisamente en el texto de los canónicos, sino en los textos de más antigüedad que nos descubren, una tradición genuinamente judaica. Lo difícil es encontrar el escrito que interprete fielmente esa tradición.

Si tenemos que historiar con precisión, hay que reconocer que en realidad, y así lo firman los críticos imparciales, “el Evangelio es anterior a los evangelios”. Esto es así porque la palabra “evangelio” nada tenía que ver con la escritura, sino meramente con la “palabra”, es decir, era la “buena nueva” y por derivación, el mensaje de liberación del que hablaban los profetas. Tenemos entonces que exceptuando los “Evangelios”, nada de lo que se llamó “evangelio” tiene algo que ver con textos biográficos. De hecho, entonces, no existe, no hay tal evangelio original y primitivo. Ese fantástico “protoevangelio” no ha existido jamás. Quede bien claro que en aquellos tiempos “evangelistas” no eran más que el portador del mensaje.

Para encontrar aplicada esta palabra el que “escribe”, es necesario llegar a Orígenes y a San Hipólito.

La expansión evangélica comenzó cuando empezó a unificarse el “Cristo” con el “Logos”, lo que hizo más rápida su expansión fuera de las fronteras de Palestina, precisamente porque el nombre de “Cristo” adquiría tan sólo una personificación metafísica en detrimento del valor social del mensaje, al convertirlo en materia teosófica. En resumen, cabría decir que las auténticas sentencias de Jesús, que nos cita Papúa son las que regían y guardaban los nazarenos como “doctrina secreta”. Como dice E. G. Blanco: “El mito creó los evangelios, el espíritu dogmático los conservó y la crítica los ha destruido”. Por todo ello, es lógico que la seguridad histórica de los “Sinópticos” no pueda ser tomada en cuenta por carecer precisamente de esa base histórica.

Se nos dice además que fue el “Espíritu Santo” el que inspiró esos escritos. La verdad es que, como apreciaba Holbach: “Su estilo es de una vulgaridad que se hace insufrible a los hombre ilustrados”.

Conjuntamente con esos cuatro Evangelios, más tarde convertidos en “Canónicos”, existían, leían y veneraban otra serie de Evangelios más. Esto es un hecho cierto, como escribía Freret, reconocido por todos los sabios, confesado por los defensores del cristianismo, que desde los primeros tiempos de la Iglesia y aún desde los de la fecha misma de los libros del “Nuevo Testamento”, se publicaron una multitud de escritos atribuidos a Jesús, a la Virgen, a los Apóstoles, y a los discípulos.

En aquella época, Fabricio, que recogió cuantos pudo, contaba ya con la existencia de cincuenta, que tenían el único título de “Evangelios”. Es lógico que todos estos escritos tuvieran sus partidarios. Lo cierto es que esos libros confundieron con facilidad a los fieles de aquellos tiempos. Es fácil imaginarse el caos que tuvo que producirse con tanto libro salido al mismo tiempo y además hay que tener en cuenta que se esperaban y eran recibidos con respeto, devoción y admiración. La verdad entonces es que cómo iba a ser posible distinguir auténticos de falsos. Pero donde llega ya el desconcierto es cuando nos encontramos con que los primeros Padres de la Iglesia, los citan con devoción en sus escritos, Santiago, San Clemente Romano, San Bernabé y San Pablo, incluyen citas sobre palabras de Jesucristo, sacadas de los llamados “apócrifos”. Los mismos textos canónicos citan textos apócrifos.

Lo que sí es ya más grave es que en los apologistas cristianos ignoran los “canónicos”, no los han conocido. Hasta San Justino no encontramos en los escritos de los apologistas, más que citas sacadas de los “Evangelios Apócrifos”. Podemos decir con seguridad que ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas, ni Juan, están nombrados en San Clemente Romano, ni en San Ignacio ni otros de los primeros tiempos.

Para darnos clara cuenta del fenómeno histórico “Apócrifos” hay que considerar que esos libros fueron publicados al mismo tiempo, e incluso antes que los que hoy pasan por “inspirados”. Lógicamente no hay motivo para creer en la autenticidad de unos y la falsedad de otros.

Si hacemos un somero repaso a los “Evangelios” “inspirados” nos encontramos con que el “Evangelio de Mateo” no es más que una colección de textos agrupados por un ingenioso redactor, que no hizo más que acoplar el resumen de Marcos y los antiguos “logia” de Mateo, añadiendo una serie de tradiciones orales que no tienen el menor crédito ante la crítica. Es más, ni el mismo Evangelio se anuncia como de Mateo.

En lo referente al de Marcos, no podemos olvidar las serias críticas que tuvo, poniendo en duda su origen apostólico. Además, este Macos hay que aclarar que no es el primo de Bernabé. No se sabe de dónde sale, pues además no es judío dado que todo lo escribió en griego.

Si estudiamos el de Lucas encontraremos que se compone de dos partes sin entronque entre sí. Uno el gran fragmento testimonial, el que parece ser de Lucas y el otro, el prólogo de que en realidad va separado del cuerpo del libro. Esto hace suponer que es un añadido. Una adición tardía y muy intencionada.

Repasando el de Juan con un sereno estudio crítico, nos encontramos que es el gran esfuerzo del cristianismo para introducir a Jesús en la historia. La importancia de este “Evangelio” está en que nos muestra el origen gnóstico del cristianismo. El cristianismo de Juan es el tipo más antiguo de cristianismo, por lo tanto anterior a los “Sinópticos”. Yendo más lejos este cuarto “Evangelio” es el producto de la unión del politeísmo helenista con el monoteísmo judaico, que tendría su origen en la civilización egipcia más primitiva.

Resumiendo, estos son los cuatro “Evangelios” que las Iglesias cristianas, católica, griega y protestante, impusieron a partir del concilio de Laodicea. Esto es, cuatro evangelios simétricos, impuestos por auténticos e inspirados. Por otra parte se dá la prohibición absoluta de tomar por ciertos los otros.

Entre ese paquete de Evangelios condenados figuran algunos tan importantes como los de Sto. Tomás, San Pedro, San Andrés, San Tadeo, San Bartolomé, San Pablo, San Matatías y el de Nicodemo y Santiago. Aún podríamos tener otro grupo de especial interés con el “Evangelio de la Perfección” el de los “Doce Apóstoles”, y el de “La Infancia” y “Los egipcios”. Un tercer grupo lo formarían los de San Felipe, San Bernabé, Marción, Apeles y seguiríamos en larga lista. Son muchos los documentos de este tipo que se podrían presentar frente a la dogmática ortodoxia de los Concilios de Nicea y Laodicea. Uno se pregunta como puede seleccionarse así, con leyenda de milagro, tal como contamos en el capítulo de “Nicea Concilio Ocultista”, donde brillo por su ausencia el más mínimo sentido crítico y lógico.

Después de algunos años, cuando los católicos alcanzaron poder, recuperaron una lógica, pero negativa, y fue el sumir en la oscuridad y el olvido los libros que les resultaron ingenuos y destruyeron aquellos cuyos escritos eran molestos. Esto no es una apreciación particular, ni mucho menos. Actualmente los procedimientos de investigación histórica nos han permitido conocer a la perfección el panorama de la aparición, evolución y destrucción de muchos “apócrifos”.

Lo incomprensible, es lo que sigue en este proceso de estudio de los “apócrifos” y es que habiéndose reconocido que los “apócrifos” que se han catalogado de “heterodoxos” por el catolicismo, parecen precisamente los de más antigüedad. Estos, por pura lógica, deberían entonces ser los más autorizados. Todo lo contrario ocurre con los “ortodoxos”, que son posteriores a los tildados de heréticos, y no obstante se les considera veraces, auténticos y canónicos, amén de inspirados.

Esto no es óbice para que siendo críticos imparciales nos demos cuenta que, al parecer, por los escritos que nos llegan de Juan y de Pablo nada sea perfecto y tanta ley del “Antiguo y Nuevo Testamento” no sea correcta ya que S. Juan atribuye la ley antigua al Padre, y la nueva al Hijo cuando escribe que dijo Jesús: “Mi Padre ha obrado hasta el presente, y ahora obro yo”. Uno se pregunta si el Hijo vino a enmendar o perfeccionar las leyes del Padre, que es Dios. El hecho es grave. Pero resulta además que no va a ser esta de ahora tampoco la perfecta, pues Pablo en la “Epístola primera a los Corintos” les dice que cuando venga la perfección, entonces, lo que es imperfecto, será abolido. Parece ser que el nuevo legislador, será, según Jesús, el “Paracleto”, el “Espíritu Santo” como también nos dice San Juan.

Otro dato desconcertante y en cierto modo anacrónico, es que las “Epístolas” de Pablo son mucho más antiguas que los “Evangelios”. Entonces como se explica, si Pablo no conoció a Jesús y nunca nos dice nada de su vida, del Mesías sólo manifiesta un conocimiento teológico. Los “Evangelios”, “canónicos” o “apócrifos”, son un verdadero laberinto sin salida.

Con todo lo expuesto podremos comprender ahora con que poco fundamento son llamados “apócrifos” por los ortodoxos, todos aquellos que caprichosamente catalogaron así. Al evangelista que no entró dentro del criterio eclesial se le dijo espúreo. Es inconcebible que no se dieran cuenta que tanto Mateo, como Marcos, Lucas y Juan, incluso el “Apocalipsis” y las “Epistolas” son documentos tan sospechosos de ser inauténticos, como los “Apócrifos”.

No se ha tenido en cuenta que todos esos escritos no son en modo alguno originales de primera mano. Lo inconcebible es que no les importara en absoluto que aquellos textos fueran inauténticos. De ahí que todos los canónicos sean tan apócrifos como los otros. Aunque resulta duro reconocerlo, entre los investigadores y estudiosos ecuánimes y sensatos, hay muchas dudas de que los “Evangelios” no son documentos históricos ni apostólicos. Lo cierto es que sus narraciones parecen pertenecer al mundo de la fábula.

Tenemos que considerar que ninguno de los pretendidos apóstoles escribió palabra en “Evangelio” alguno, y que además no hay tampoco indicios de que sean suyos. Es por lo tanto un hecho que los autores de esos Canónicos Evangélicos que se han supuesto Apóstoles, nada tienen que ver con aquellos discípulos de Cristo. Sólo parecen el resultado de una tradición oral que siglos más tarde se compiló en libros. La verdad es que fueron muchos, muchísimos los libros confeccionados con esas características. Fueron compuestos por la cantidad de sectas entonces existentes y sin precisión directa de veracidad alguna. Su valor como documentos históricos es nulo, dado que sólo la fe, la imaginación y devoción fue su guía. De todo este caso literario no se pueden pretender sacar conclusiones ciertas. En resumen, no puede saberse ni cuando predicó Jesús, ni conocerse exactamente la temática de sus sermones, y mucho menos que prodigios fueron realizados, pues muchos de los contados rayan en lo ridículo e inverosímil. No es extraño que esto sea así, dado que el “Nuevo testamento” fue un calco del “Antiguo”, fantaseado y modificado por la costumbre entonces en voga, dentro de las sectas cristianas, de hacer panegíricos escritos de la tradición oral.

Ahora bien, en cuanto a la cronología de los “Evangelios Sinópticos” no es cuestión aquí de hacer un estudio exhaustivo para afirmar el orden de su aparición, baste, creo yo, decir que después de muy serios y minuciosos estudios, el orden establecido, en discrepancia con la iglesia, es el siguiente: Marcos, Mateo y Lucas. Cierto es también que hay exegetas que sostienen que el orden es Lucas, Mateo y Marcos. Lo que resulta cierto es que Mateo es el primero, y que sólo se lo impuso así la Iglesia al creer que por haber visto los hechos, y ser más contemporáneo, conocía mejor lo ocurrido.

Si hemos de escribir en verdad, tenemos que reconocer que los “Evangelios Canónicos”, tenidos como “inspiración” por el “Espíritu Santo” tienen una datación tan incierta como los mal llamados apócrifos.

Entrando en la antigüedad de los apócrifos nos sucede algo parecido para datarlos, así el “Protoevangelio de Santiago” este libro es una colección de narraciones que se compone de tres partes. Las primeras corresponden a la historia de la concepción de María y el nacimiento de Jesús. La parte tercera corresponde a la historia de Zacarias y que parece añadida más tarde.

Sobre el Evangelio del “Pseudo Mateo” y de la “Natividad” tenemos conocimiento que han sido unos arreglos recogidos del “Protoevangelio”, posteriores por lo tanto a él y con desconocimiento de su datación. Las mismas dudas tenemos con la ”Historia de José el Carpintero”, del que se desconoce su edad, pero sabiendo que el documento primitivo del que salió, es mucho más antiguo que el original griego en que se conserva, supondría pertenecer al siglo III ya que el Griego actual pertenece al siglo IV. En cuanto al “Evangelio de Santo Tomás” pasa a ser una derivación del “Protoevangelio”, lo que le situaría en el año 150, siglo y medio después de los hechos que narra.

Nos encontramos ahora que al considerar el “Apócrifo” del “Evangelio de la Infancia”, tanto en su redacción armenia, como árabe, su edad no es tan antigua como la de los anteriores “apócrifos” mencionados yéndose al siglo V su narración.

Tenemos ahora los “Evangelios apócrifos de Nicodemo y San Pedro”. Aún cuando sobre ellos hay verdadera discusión cronológica y grandes discrepancias, siendo justos y aunque mal le pese a la Iglesia, tenemos que considerarlos uno de los documentos más antiguos del cristianismo. Esta antigüedad está manifestada en el sentido gnóstico de su mensaje. Nadie puede negar ya que precisamente el gnosticismo fue la forma originaria del Cristianismo. Esto coloca este “apócrifo” de Nicodemo en anterioridad al de “Pseudo Jacobo”.

El “Evangelio de San Pedro”, es posiblemente aún más antiguo que el de Nicodemo y parece haber sido escrito en Egipto. Dadas las varias investigaciones cabe afirmar que este “apócrifo” existía ya antes de que finalizara el siglo I.

Pasando ahora al “Evangelio de San Bernabé”, tenemos que la sorpresa es mayor, pues nada lo relaciona con el Apóstol y cuyo texto no hace más que suscitar sospechas muy difíciles de clasificar.

No ocurre así con el “Evangelio de San Bartolomé”, que es un conjunto de fábulas, fantasías delirantes y supersticiones que ha hecho que apenas hablen de él los Padres de la Iglesia. Es de sospechar, no obstante, ese silencio a la antigüedad de este “apócrifo” que parece ser anterior al resto.

Pasando al “Evangelio de San Felipe”, nos encontramos con una redacción de doctrinas mágicas y piadosas. No consta tampoco su antigüedad, pero es indudable que data del principio gnóstico del cristianismo y es muy posible, que al ser anterior, en él se haya inspirado el evangelista canónico San Lucas. Esto situaría a este “apócrifo” de San Felipe dentro del siglo I.

Hay que considerar que, con respecto a los Evangelios “Cataro del Pseudo Juan” de “La venganza del Salvador”, de “La muerte de Pilatos”, “El Transito de la Bienaventurada Virgen María” y el de la “Correspondencia apócrifa entre Jesús y Abgaro, rey de Edesa” no podemos datarlos con un mínimo de seguridad.

De un modo distinto fue el nacimiento del “Evangelio de los Ebionistas”, que muy posible es el mismo evangelio hebreo. Su lectura es impersonal y su impregnado judeocristianismo hace que la crítica lo sitúe como el más antiguo de todos, “apócrifos” y “canónicos”.

El llamado “Evangelio de los Egipcios” es aun más impersonal, se confunde a veces con el de los hebreos. No obstante es de cronología más dudosa dado que está lleno de alteraciones e interpolaciones que le desvirtúan.

Quedan todavía otra serie de “apócrifos”, todo un resto, entre los perdidos y los más recientes. Sabemos que el de Taciano se escribió en el año 173 y no conocemos el origen del de “Ammonio”. En cuanto al “Evangelio de Valentino” nos cabe decir que su origen es del siglo II, casi a finales. Sobre las “Sentencias” solo consta que eran de uso en las sectas cristianas, y que además fueron aceptadas por los Padres de la Iglesia.

Una vez más con una persistencia desesperante nos encontramos con que profundizando en la investigación de los orígenes de toda esa serie de documentación “apócrifa” o “canónica”, la carencia de datos sobre la persona, la vida y la predicación de Cristo es impresionante. Sin embargo existen otra serie de documentos, crónicas más antiguas que los “Evangelios” de todo tipo, que nos descubren una imagen de Jesús fantástica y de cómo se forjó esa figura imaginaria por los judeocristianos.

De todos modos hay que tener en cuenta la existencia de un libro titulado “Rabbi Jeshua” de autor anónimo, que nos habla de cuatro documentos de los que Réthoré saca la conclusión de que la auténtica literatura cristiana primitiva, está compuesta por esos cuatro libros, que son: una crónica atribuida a Rabbi Saul, seguramente San Pablo. Otra crónica de redacción conforme a la estrechez de miras de los fariseos de la secta de Shammai. Una crónica original de un judío de Alejandría. Y por último un relato poco extenso y muy sucinto sobre la vida de Rabbi Jeshua. Estos, en resumidas cuentas serían los Preevangelios de todos los Evangelios.

A pesar de todo esto, existe la creencia en ciertos historiadores testamentarios, que hay un documento único, y que ha sido común a todos lo apócrifos. Documento no encontrado pero que no cejan en su búsqueda los partidarios de esta teoría. Así están las cosas en cuanto a Evangelios, Canónicos o Apócrifos se refiere.

No vamos aquí a seguir con un estudio, explicación, significado y guía del lector, sobre cuanto en los “Apócrifos” se cuenta. Son estas las cosas que cada uno debe de sacar en conclusión con su lectura. Sólo haremos unas consideraciones que el lector comprobará cumplidamente. Como dice Almeida Pavía: “La fijación de la media noche para la hora del nacimiento de Cristo no pasa de ser una leyenda solar, sin el más mínimo vestigio de fundamento histórico y que parece deber su origen, en parte, a una interpretación alegórica de ciertos textos del Antiguo Testamento, que nada tienen que ver con el caso, y, en parte, a las leyendas de Mitra y de otras divinidades solares, acerca de los cuales se refieren cosas parecidas.

Por otra parte se dará cuenta el lector que la fecha del nacimiento de Cristo resulta tan desconocida como la de su muerte. Es más, aunque supiéramos la primera sería dificilísimo conocer la segunda dado que desconocemos los años que vivió. No se sabe hoy, y tampoco lo supieron aquellas primeras generaciones cristianas, y lo digo por que encontramos contradicciones flagrantes entre ellos. Unos hablan de veintisiete otros de treinta, algunos de treinta y tres, e incluso hay quien le hace cumplir los cincuenta, como Papías y además así lo sugiere el cuarto “evangelio”. Es pues algo totalmente absurdo y desconcertante el que se ignore la fecha de nacimiento del personaje que como dice E.G. Blanco “con su figura mesiánica ha tenido sojuzgada espiritualmente a Europa durante dos mil años. Los que a pesar de ello se aferran en admitir su existencia no pueden atenerse a su fecha canónica, tal como ha querido sacársela de los “Evangelios”, sin enredarse en dificultades y contradicciones apelables muy difícilmente en el tribunal de la crítica.

Y voy a cerrar esta introducción a los apócrifos con algo desconocido por lo general de los católicos, y es que si hay un documento, con indiscutible interés, es el Talmud. Pues bien, en él aparecen unas historias bochornosas de Cristo. Es verdaderamente una noticia sorprendente y según lo que nos cuenta, Jesús vivió un siglo antes de la era cristiana y no murió en la cruz ni en Jerusalén, murió en Lud y apedreado, según prescribe la ley judaica.

Resumiendo, el testimonio de los Evangelios es históricamente nulo. Por otra parte, y lo dice el Talmud, Jesús existió.

Fuente: Los Apócrifos y otros libros prohibidos. José María Kaydeda

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